No todo en tu vida, Madre y Reina, fueron gozos y alegrías.
También hubo momentos de tristeza y agonía.
Sobre todo, cuando a tu propio Hijo,
el fruto bendito de vientre, en un madero,
sin queja alguna, a todos perdonaba
y su vida entregaba,
para que aquellos que al Él fueron entregados por el Padre, nadie,
ninguno,
ni uno sólo se perdiera.
Tu Corazón desgarrado, tu rostro desencajado,
tu alma resquebrajada, miraba con desolación,
más no sin fe, aquella terrible escena.
Nada podías hacer, más que como Madre tus ojos fijos en el posar,
y sin leguaje verbal, decirle, a tu hijo en la Cruz colgado,
con el corazón en la mano:
“Aquí, hijo mío tu madre está; sólo no estás, aunque todos te hayan abandonado, al pie de tu Cruz yo quedo, muriendo mi alma está contigo, sacrifico que también yo misma ofrezco en rescate de humanidad completa”.
Aunque el mensaje esté claro, y difícil sea de aceptarlo,
sólo en la agonía habrá remisión,
el perdón de los pecados,
puesto que aunque Dios de humillación no eres,
ni quieres para tus hijos,
en el acto humilde del abandono de todo orgullo,
brilla resplandeciente la luz de tu Amor que a la vida da
orientación y sentido.
Madre, tómanos de la mano,
permanece a nuestro lado
también en nuestras horas de dolor,
anogonía y sufrimiento.
Amen.
Yerko Reyes Benavides
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