Hoy no se trata de la Madre sino del Hijo, que en la Cruz pende en sacrificio para humanidad redimir, salvar del pecado.
No, no se trata de María, mujer sencilla de Nazaret que marginada queda de la ley y sin derechos ante los hombres, por muerte ignominiosa de su único hijo.
¿O sí?
La mayoría de las reflexiones se centran y se concentran en presentar la acción salvífica del Verbo encarnado. Sus palabras, sus movimientos, incluso sus sentimientos aparecen en los senderos de la Galilea que recorrió de cabo a rabo predicando:
“el Reino de Dios ya está entre ustedes”.
Fueron justamente sus acciones, que bien pudiésemos valorar como nada fuera de lo común, a no ser si nos concentramos exclusivamente en un puñado de milagros, que insignificantes quedaron ante el tamaño de su determinación al aceptar morir entre los ladrones, y no por estar en su compañía, sino por, a juicio de sus verdugos, ser uno de ellos, el más peligroso de todos.
¿Cuál fue tu espada? Tu palabra que, desgarraba de un tajo corazones y transformaba voluntades.
¿Cuáles tus delitos? Dar vida a los muertos, curar a algunos enfermos, dar la vista a los ciegos y hacer oír a los sordos.
¿Tu pecado? Expulsar algunos demonios y sobre todo decir que Dios –el omnipotente e innombrable- se llamaba Padre (Abbá).
¿Y tú Madre? ¿Cómo te sientes? ¿Acaso devastada? No, no tú. Tu corazón está lleno de confianza. Claro que todo esto te duele, pero el dolor no lo conviertes en deseo de venganza, ni si quiera en desesperación, ni se cobija en tu corazón resentimiento alguno.
Por su puesto que filosas lanzas traspasan tu corazón con cada suspiro ahogado de dolor de tu hijo; no eres ajena a esta situación, derramas lágrimas: ¿por tu Hijo? No, no por tu hijo, sino por lo que a tu hijo le hicimos nosotros; puesto que ahí en tu alma, impregnada de humanidad todo ser humano ya no es indiferente a tu ternura y cariño, de madre.
Se hubiera visto mal que autor sagrado al describirte dibujara una tenue sonrisa en tu rostro, más en tu alma si estaba, porque confiabas en Amor de Padre, el mismo que te escogió entre todas las mujeres, para ser compañera de indisoluble unida a la misión del Mesías redentor, tu hijo Jesús, que moría en la cruz.
Tantos días, noches y mañanas; tardes, albores y ocasos, en silencio y en tu corazón meditando los misterios que Dios iba revelando en tu hijo, Hijo de Dios. No fue sólo Simeón o Ana, otrora, cuando en brazos llevabas al niño, para cumplir lo prescrito por la ley, quienes auguraron noches de desvelo.
Noches de trasnocho amoroso: ¿Es que acaso podías dormir un instante, cuando acunabas y arrullabas al mismísimo Dios hecho hombre? No era la preocupación, ni tampoco tamaña responsabilidad la que te robaba en el sueño en las noches. No, era otra cosa, cosas de mujer, cosas de madre, cosas de enamorada, que no quiere darse un instante aparte del amado. Manos en barbilla, rostro pegado en la cuna, noches y noches de oración y acción de gracias. Días, pidiéndole al Padre, fuerza para ser ejemplo de amor y de entrega.
¿Acaso el dolor puede empañar el orgullo que sentías al ver a tu hijo en la cruz? Nadie lo entiende, no importa, basta con que tú lo sientas. La que se hizo esclava del Señor, enseñó a hacerse esclavo al mismo Dios. Orgullosa de tus humildes enseñanzas humanas, porque ese amor humano, entregado día y noche, en desvelos y trasnochos, enseñaron al Verbo a ser humilde entre los humildes, marginado para siendo elevado en condenación, burla y humillaciones, levantará a humanidad sumisa y sometida a la vergüenza, al descredito y la vejación de una condenación obra del maligno.
Nadie entendería que detrás de las lágrimas de dolor, había satisfacción, orgullo, exaltación, admiración, reconocimiento, amor. Nunca fuiste más exaltada que en el momento de la crucifixión de tu propio hijo, porque diste todo por él, y él aprendió de ti a darse todo y sin reservas, así como tú.
No, la estrofa de este poema no se trata de ti, se trata de él, pero ¿quién sería él si no hubieses estado tú?
“Mujer, ahí tienes a tu hijo”
Ahora, Juan, el discípulo que tanto amaba Jesús, el boanerges se hará cargo de ti. Jesús tu hijo no te deja a merced del vacío jurídico de aquellos entonces donde viuda y sin hijos era considerada un estorbo, y nada podía poseer y a la caridad de una sociedad indolente quedaba marginada y relegada.
No, tu no María. Tú no la Dulce niña del Padre Dios; muchacha de Nazaret. ¿Acaso puede venir algo bueno de ese recóndito paraje olvidado de Dios? Si, de ahí vino Redentor y Corredentora de la humanidad. Jesús y María, nada más. A los últimos, Dios los hará ocupar los primeros lugares y, a los que se humillan Dios los llevará a la plena exaltación.
Llorabas de dolor y también de satisfacción, tu rostro esbozaba el más profundo de todos los dolores, el que ninguna madre debería nunca vivir, la muerte de un hijo. Pero tu alma sonreía, cantaba las maravillas del Señor, pues, aunque para el mundo aquello era fracaso, para Dios, que ve las cosas de forma diferente, no hubo, ni habrá mayor triunfo que el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Déjanos, María de Nazaret, unirnos en tu canto de amor y dolor, de satisfacción y de orgullo, y decir junto contigo: “Gracias Señor por tanto”.
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