¿Qué fueron a buscar, mujeres, en el sepulcro de Jesús.
Un amigo que yacía sin vida, tumba cerrada y asegurada
por centinelas que impedían que cosa extraña pasara,
en aquel santuario de muerte?
¡Oh sorpresa! Ni centinelas ni piedra en la entrada.
Aquel lugar de evidente deceso, ya no era el mismo.
Jesús por ahí había pasado y también, lo había cambiado.
La pesada piedra que aseguraba que de adentro nadie escapara y
de afuera nadie entrara, ya no estaba.
Yacía a un lado.
Señales de haber sido arrastrada no había, ni si quiera forzada la entrada.
Inexplicable acontecimiento.
María, la primera, tu corazón latía con fuerza,
al amado quería ver, consentir, mimar en su lecho de muerte.
Perfumes, como en otra ocasión querías derramar, esta vez,
sobre su exánime cuerpo.
Llanto ya no de dolor propio por pecado como rosal de espinas sin flor,
ya no rodeaban tu alma ni apretaban tu corazón.
El amor del amado eran los latidos de tu corazón,
que con fuerza saltaba, cada vez más veloz a la medida que te acercabas a tumba, donde recostado en piedra funeraria estaba el amor de tu vida,
el Maestro que en vida te diera lecciones de compasión, bondad y ternura.
A él seguías con todas tus fuerza, no dabas crédito,
pero tu eras mujer, y de las de aquel entonces,
que guardabas lutos por tus amados,
pero seguías en la lucha de lo cotidiano que no daba tregua,
a quienes ciudadanas de segunda consideraba
y el pan que ganaban tenían que sudarlo dos veces más que el varón.
María Magdalena, la noche del viernes, el transcurrir del sábado,
prohibido trabajar, no impedía que vertieras las lágrimas de tu amor herido,
por maestro sacrificado cual cordero en matadero.
Tu trabajo, un trabajo que si estaba permitido,
fue verter las lágrimas de la desolación que la humanidad no pudo,
no quiso y quizá dolor, no se dio cuenta en el momento,
del tamaño sacrificio del Dios humanado.
Lloraste por ti, por tus hermanas, por los apóstoles,
por la humanidad e incluso por María, la Madre de Jesús,
a la que mirabas sin comprender, lo tranquila que estaba,
en casa de Juan donde los discípulos se refugiaban tras la muerte
del Mesías salvador.
María Mujer de Nazaret, tranquila y solícita como siempre, ahora Madre no de Verbo Encarnado, sino de Humanidad a la expectativa y a la espera de la Redención, seguía en lo que mejor hacía: “Ser la esclava del Señor”.
En ti María Magdalena un poquito de envidia había en tu corazón,
bastante de incomprensión,
pero tus lagrimas impedían que vieras lo que María de Nazaret
contemplaba con alegría,
tras años de haber meditado en su corazón los misterios del Señor.
Aquellos tres días fueron una eternidad,
no podías más que cumplir las leyes que te imponía una hipócrita religión,
que había condenado a muerte al mismo hijo de Dios
a quien no supo reconocer.
Tres días de desvelo, dolor, duelo,
pero más que nada de un corazón roto,
porque aunque montones de veces escuchaste de la Resurrección,
tampoco, como los demás diste crédito a semejantes palabras,
no porque desconocieras la voz del Maestro,
sino porque la lógica de tus pensamientos tampoco
lograban dar creído a semejante desvarío del Señor.
Las horas conteste hasta que al fin no aguantaste más y
al alborear del día domingo,
aun contando los pasos del Sabbat,
para que saliendo de casa en le camino te agarrara el cambio de hora y de día,
pudieras sin romper regla llegar a donde estaba tu corazón desgarrado,
en el sepulcro donde el viernes lo habias dejado.
Nada encontraron tú y las que te acompañaban,
no María la Madre, sino las otras Marías.
Corrieron con fuerzas, todas a lo que daban sus piernas,
al ver, angustia de sus almas, tumba sin cadáver.
A los discípulos fueron a dar la nueva,
que no era buena,
sin embargo, a mitad de camino fueron detenidas:
¿Jesús, eres tú? No teman dijiste y a tus pies también con ella me arrojé.
Lagrimas volvieron a brotar en manantial no de los ojos,
empañados de tristeza, deseperanza y desamor,
sino del corazón que,
no comprendía lo que aquellos veían y no daban crédito.
Amado: ¿Eres en verdad tú? Y tus pies besaron,
mejor que abrazo, puesto que rendidas en desmayo espiritual quedaron,
atónitas:
¡Resucitaste, amado!
Ahogado grito que del espíritu y del corazón,
apenas se oia,
porque garganta en nudo no pronunciaba palabra.
Testigo eres María de la Resurrección del Mesías.
Sus pies antes heridos y aun con la señal de los clavos allí marcada,
hiciste lo que no pudiste en tiempo,
volver a darle el amor que del que tu corazón estaba lleno,
y ahora no buscando perdón,
sino simplemente corresponder al amor que un día de él recibiste.
Presurosa saliste,
y aunque de aquel lugar no te querías apartar;
a los apóstoles acudiste y dijiste:
Ha resucitado el Amor de mi Vida,
el que le da Alegría a mi Existencia y trascendencia a mi Ser.
Mi amado está vivo y en Galilea los Espera.
Yerko Reyes Benavides
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